Doraemon representa el cumplimiento de nuestros sueños. La posibilidad de que todo lo que imaginemos, por imposible que parezca, se haga realidad. No importa cuantos sueños tengamos Doraemon siempre podrá hacer que éstos se hagan realidad. El problema es que Nobita es medio tonto y no sabe aprovechar las posibilidades de tener un gato cósmico en tu casa. En el fondo, Nobita es el palurdo que todos somos en algún momento. Incapaz de saber ver más allá de sus gafotas, Nobita no sacará todo el partido que podría a las posibilidades que ofrece Doraemon. Nobita no deja de ser un mediocre con corazón. Si Suneo no fuese tan rastrero sería el amo del mundo porque es más listo que Nobita. Pero le puede ser un chungo que sólo piensa en su beneficio de forma despreciable. En ese sentido, Nobita es más desprendido, humilde y generoso y por eso nos cae mejor. Tiene sus momentos de egoísmo pero siempre aprende. Y tiene a Shizuka como objetivo. Ella es la perfección hecha niña: bella, simpática, sensible, todo lo que un niño como Nobita podría soñar.
“Pero así es la vida, en ocasiones, como Mad Men: un cross fulminante e inesperado a la mandíbula, mientras dormíamos un sueño inocente. Un golpe que nos recuerda nuestra simple condición de mortales, y que al mismo tiempo viene a decirnos que todo, incluso el knockout menos pensado, también es pasajero.”
Este es el último párrafo del excelente artículo que Hernan Casciari ha dedicado al último magistral capítulo de Mad Men. Si no ven la serie, no vean el capítulo pero lean el texto. El de Hernán y el mío. Poco puedo decir yo que no haya dicho ya Hernán.
“The suitcase” habla de muchas cosas. De maletas y de viajes. De combates y de derrotas. De amigos que no saben que lo son. De muerte y vida. De no saber y no querer enfrentarse a la fatalidad. De lo inutil de una llamada de teléfono. De una noche en vela. Del proceso de creación. Del lastre que hemos creido soltar para estar donde estamos. De la pesada carga que siempre llevaremos. Del peso del pasado.
Es una ingenuidad pensar que todo eso se cuenta en 47 minutos. Hay un bagaje, una maleta de la que llevamos tirando desde hace más de tres años. Don y Peggy están donde están porque han sufrido mucho y han hecho sufrir. Se saben imperfectos y egoistas, pero se reconocen el uno al otro. Se reflejan mutuamente. Y por eso se dicen cosas feas. Porque no les gusta lo que ven, porque no se gustan a ellos mismos. Pero se aprecian más de lo que creen. Un simple gesto cómplice es más que suficiente cuando has visto la miseria ajena. Don ha visto a Peggy. Y Peggy, por fin, ve a Don.
Es el principio de un nuevo camino. Saben que les quedarán momentos agridulces. Ya han empezado a hacer las maletas. Ahora hay que levantarse. Que quedan muchos asaltos por pelear en otros rings. Y que nos volveremos a caer una y mil veces. Ya hemos perdido varios asaltos, pero aun podemos ganar por puntos.
Tenía pendiente el post chungo, que ya iba tocando. Que no todo va a ser buen rollito, películitas, baterias y series: Mal rollazo del bueno.
Además me acabo de despertar de una de las peores siestas que recuerdo. De estas de las que te quieres levantar y no puedes. Y la cama te atrapa y te levantas y dices, ya está. Y resulta que sigues en el sueño y está Victoria limpiado la casa. Y te miras al espejo, mientras Sergio está sentado en el vater, ves que media cara se te ha quedado descolgada e intentas despertarte. Y oyes un ruido y crees que es Belén que ya ha llegado, pero no. Pero sigues escuchando ruido, ¿y si están robando en la casa?. Pero no te puedes levantar. Y notas como la ceja derecha no para de crecer y todo el pelo te cubre la cara y la mujer que viene a casa a planchar, que no es Victoria, es otra, te dice que tienes una cosa muy rara en la cara. Después de varios intentos consigues al menos abrir los ojos, pararte y darte cuenta que al menos ya estás despierto.
El pasado lunes me llegó la carta que esperaba del INSS. La carta decía que me daban de alta. Vamos que según el INSS estoy apto para trabajar normalmente. El caso es que yo quiero trabajar, de eso no cabe duda, pero da ahí a decir que puedo trabajar con normalidad como cualquiera de vosotros hay un trecho. De nada ha servido el informe del neurólogo y su estupendo diagnóstico: POLINEUROPATIA AXONAL CRÓNICA IDOPÁTICA; y, por supuesto, de menos utilidad ha sido el diagnóstico de la psicóloga: SÍNDROME DEPRESIVO DE CARÁCTER REACTIVO. Vamos, que según el INSS con estos dos diagnósticos estás como una rosa y puedes trabajar sin ningún problema. E insisto que no es por falta de ganas. Pero ahora ve tú a un empresario y le cuentas: “Mire contráteme usted a mi con estos informes, le aviso que habrá días que estaré tremendamente cansado, otros días tendré que ir a las sesiones de inmunoglobulinas que me dejan para el arrastre unos cuantos días, no pida usted mucho esfuerzo físico si no quiere que esté después tres días con agujetas, si acaso en un momento dado voy en silla de ruedas, prometo ser muy efectivo en mi trabajo porque estoy acostumbrado a trabajar desde casa. Por cierto, no le he comentado que como el INSS considera que estoy más sano que una rosa, usted no recibirá la más mínima compensación por contrartarme, del mismo modo que yo no recibo ninguna paguita a pesar de tan alarmistas informes”.
Pues así está el tema. Ahora a recurrir y a seguir esperando.
John Cameron Mitchell era un niño actor que un día creció y, junto a Stephen Trask, ideó la delirante historia de Hedwig, un cantante de Punk-Rock venido del Berlín Este al que una fallida operación de cambio de sexo le deja un trozo de carne entre las piernas, la pulgada rabiosa. Contado así parecería una película digna del mejor/peor Almodóvar. Pero no, nos encontramos ante un relato universal que aúna una humildad y, a la vez, ambición enormes. Porque “Hedwig and the angry inch” nos cuenta el Origen del Amor y de cómo nos convertimos en criaturas solitarias. Así de simple.
“Para ser libre uno tiene que abandonar una parte de sí mismo” dice la madre de Hansel/Hedwig. En su busca del cariño, Hedwig pierde sus genitales, pero no pierde sus ganas de amar y ser amado. Y está preparado para aceptar cualquier sacrificio que sea necesario para conseguir su sueño. Por el camino, experimentará el abandono, la indigencia, la humillación y el rechazo. Esto le convertirá en un ser amargado y resentido al que todos acabarán dando de lado. Pero Hedwig no se da cuenta que es él el que provoca la huida de los que tiene alrededor. En su viaje redentor, aprenderá que el Amor puede ser complementariedad, conocimiento, creación pero también desprecio, heridas y cicatrices. Son esas cicatrices las que nos forman como personas, nos hacen ser nosotros mismos; porque las cicatrices (tanto las físicas como las del alma) son nuestra historia, los accidentes que hemos cometido, los golpes que nos han dado.
Todo esto que podría parecer muy triste está narrado por John Cameron Mitchell, en su doble faceta de actor-director, con una vitalidad y optimismo contundentes. A esto ayudan las hermosas canciones compuestas por, que en su mezcla de opera, rock, punk y glam, acaba trascendiendo el género musical. Se suceden los homenajes a Bowie, Lou Reed, Iggy Pop y las grandes estrellas del rock’n’roll, del rock de verdad. El rock que sale de las entrañas. Pero también están Aretha, Yoko, Nico, Tina, y las grandes damas del rock’n’roll. Porque el rock no entiende de sexos, sólo entiende de pasión. Como la pasión de Hedwig, que lo pierde todo, pero no se hunde, porque sabe que siempre tendrá su voz con la que gritarle al mundo que todos estamos desorientados. Que todos buscamos esa parte que nos fue cortada de tajo, y que no estaremos completos hasta encontrar lo que nos falta, ya sea él o ella.
Como si nunca se hubiese hecho una película de amor. Como si fuese la primera película que trataba ese extraño tema. Como si nos estuviese hablando de una sensación desconocida y ajena. Así afrontó Wong Kar Wai “In the mood for love” en la que sería la película que le lanzaría al reconocimiento mundial.
No era la primera vez que el chino enfocaba el tema del Amor. Ya en su anterior “Happy together” había fundado unas bases, sobre todo estilísticas, que en ésta se ven depuradas y ampliamente superadas. Nunca una imagen ralentizada había tenido tanto significado, nunca una repetición había transpirado tanto romanticismo. La lluvia parece filmada como si nunca nadie la hubiese filmado antes. Incluso el pudor hacia la mirada enamorada nos hace sentir incómodos porque estamos viendo algo que nunca nadie había visto. El alma de un hombre enamorado, consumido, dolorido. La frialdad de una mujer ardiente, segura y escurridiza. El abrazo que nunca veremos. Wong Kar Wai consigue una fusión de calidez y frialdad, de humedad en la mirada y sequedad en el gesto. La contradicción como ejercicio de estilo.
Tony Leung escucha a Nat King Cole cantando “Aquellos ojos verdes”. Maggie Cheung se contonea con unos vestidos y peinados imposibles. Apenas se rozan, casi no se miran. Pero sólo existen ellos. No hay nada alrededor. El verdadero amor que aisla, absorbe y consume. Pero no se consuma. O al menos la mirada honesta y recatada de Kar Wai no lo muestra. Porque queremos que ese amor adúltero (como todos los grandes amores del cine) se mantenga puro. No queremos condenarlo.
“In the mood for love” es la historia de un amor susurrado. Un secreto escondido en lo más profundo de un hombre. Quizás una ilusión, un sueño tal vez. El cine de Amor ya no volvería a ser el mismo. El Amor ya no volvería a ser el mismo. El propio Wong Kar Wai se quejaba de que ni siquiera él había sentido nunca ese Amor que tan bien supo describir. Y es que quizás esa sea la grandeza y el gran engaño del Cine: mostrar sentimientos que no existen en el mundo real, porque el sufrimiento por amor queda muy bien en la pantalla pero que levante la mano al que le gustaría vivir semejante calvario.
Un mazazo para comenzar la década. Un bello amanecer da comienzo a la película y las primeras notas del Requiem compuesto por Clint Mansell nos avisan de la intensidad que está por venir. La lucha entre lo bello y lo monstruoso se erige en el tema de la película, más allá de las adicciones, la familia y el amor. Darren Aranofsky, cual Goya del siglo XXI, nos muestra la oscuridad y crueldad del ser humano en su mayor negrura. El montaje sincopado, la pantalla partida y los encuadres imposibles podrían haber condenado a Requiem por un sueño al limbo de las moderneces temporales, pero el tiempo la pone en su sitio. Vista hoy día las múltiples soluciones visuales y narrativas de Aranofsky se mantienen vigentes, no caducan. Y es que el virtuosismo está al servicio de lo que se nos cuenta: la madre triste y solitaria que sólo quiere un abrazo de su hijo, el hijo que es capaz de cualquier cosa para demostrarle a su novia que no es un simple yonqui, la novia que quiere demostrar a sus ricos padres que es capaz de sobrevivir sin su ayuda, el amigo que no tiene nada que perder, ni nada que ganar.
La ilusión por un mundo mejor. La vida sin tristeza. La tristeza de la vida. Los motores de la existencia. La historia de un abrazo entre una madre un hijo. El sacrificio por amor. El sueño de un futuro mejor. Todo esto sin escatimarnos ni lo más duro ni lo más tierno. Aranofsky maneja todas estas variables, con la ayuda del novelista Hubert Selby Jr., con una soltura y desparpajo impropios de un jovencito en su segunda película (el novelista contaba con 70 años, el director 30). Le da a Ellen Burstyn el personaje de su vida en esa madre tan irritante como dulce. Jared Leto incorpora su vidriosa mirada superando su status de niño guapo. Y nos entrega a una inmensa Jennifer Connelly que culmina su triple salto mortal a la madurez desde Sergio Leone pasando por David Bowie.
Por último, Aranofsky encontró en Clint Mansell a su mejor aliado para expresar musicalmente el desasosiego imperante en Requiem por un sueño. Desde el primer momento que oímos las notas del Kronos Quartet nos hierve la sangre en las venas, se nos eriza el vello, sabemos que estamos ante algo épico a la vez que íntimo, lo clásico y lo moderno fundidos en un todo. Una de las bandas sonoras de la década y un tema que ya ha pasado a la historia de la música por derecho propio.
Está siendo un verano raro. Y el tiempo pasa raro también. Hoy la rehabilitación se me ha hecho muy larga. Las dos horas habituales se me han hecho eternas. Tampoco había dormido muy bien, con lo que la falta de sueño tampoco ayudaba. Por ahora el remedio natural no ha hecho mucho efecto. Esta noche probaremos de nuevo. Y la tarde se me hace larga.
Ultimamente estoy viendo muchos capítulos de Redes que tenía atrasados. Son ideales para la espera de la ambulancia. 25 minutitos que así se hacen muy amenos. Y uno aprende. Aunque a veces la cerebralidad de Punset roza el pesimismo humano. Y piensas si es que simplemente la vida es así y somos nosotros los que nos empeñamos en sacar de ella algo más de lo que en realidad hay. En Redes muchas veces se pasa de lo obvio a lo más complejo en una frase. Y es esto lo que hace que este programa sea tan útil. Aunque no sirva para levantar el ánimo precisamente.
He cambiado el diseño de la página, aun tengo que terminar de arreglarla. Decidme qué os parece o si os gusta más el de antes o el de ahora. No me aclaro ni con eso.