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La mejores películas de la década: Hedwig and the angry inch (2001)

John Cameron Mitchell era un niño actor que un día creció y, junto a Stephen Trask, ideó la delirante historia de Hedwig, un cantante de Punk-Rock venido del Berlín Este al que una fallida operación de cambio de sexo le deja un trozo de carne entre las piernas, la pulgada rabiosa. Contado así parecería una película digna del mejor/peor Almodóvar. Pero no, nos encontramos ante un relato universal que aúna una humildad y, a la vez, ambición enormes. Porque “Hedwig and the angry inch” nos cuenta el Origen del Amor y de cómo nos convertimos en criaturas solitarias. Así de simple.

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“Para ser libre uno tiene que abandonar una parte de sí mismo” dice la madre de Hansel/Hedwig. En su busca del cariño, Hedwig pierde sus genitales, pero no pierde sus ganas de amar y ser amado. Y está preparado para aceptar cualquier sacrificio que sea necesario para conseguir su sueño. Por el camino, experimentará el abandono, la indigencia, la humillación y el rechazo. Esto le convertirá en un ser amargado y resentido al que todos acabarán dando de lado. Pero Hedwig no se da cuenta que es él el que provoca la huida de los que tiene alrededor. En su viaje redentor, aprenderá que el Amor puede ser complementariedad, conocimiento, creación pero también desprecio, heridas y cicatrices. Son esas cicatrices las que nos forman como personas, nos hacen ser nosotros mismos; porque las cicatrices (tanto las físicas como las del alma) son nuestra historia, los accidentes que hemos cometido, los golpes que nos han dado.

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Todo esto que podría parecer muy triste está narrado por John Cameron Mitchell, en su doble faceta de actor-director, con una vitalidad y optimismo contundentes. A esto ayudan las hermosas canciones compuestas por, que en su mezcla de opera, rock, punk y glam, acaba trascendiendo el género musical. Se suceden los homenajes a Bowie, Lou Reed, Iggy Pop y las grandes estrellas del rock’n’roll, del rock de verdad. El rock que sale de las entrañas. Pero también están  Aretha, Yoko, Nico, Tina, y las grandes damas del rock’n’roll. Porque el rock no entiende de sexos, sólo entiende de pasión. Como la pasión de Hedwig, que lo pierde todo, pero no se hunde, porque sabe que siempre tendrá su voz con la que gritarle al mundo que todos estamos desorientados. Que todos buscamos esa parte que nos fue cortada de tajo, y que no estaremos completos hasta encontrar lo que nos falta, ya sea él o ella.


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Las mejores películas de la década: El viaje de Chihiro (2001)

En 2001 el Festival de Berlín concedía, por primera vez en su historia, el Oso de Oro a una película de animación. Este hecho provocó que Hayao Miyazaki saliese del reducto de aficionados al anime y se abriese a un público más amplio, que aún así seguía siendo reducido. “El viaje de Chihiro” se podría entender como un “Alicia en el país de la maravillas” convertido en feliz pesadilla.

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La odisea de la niña Chihiro que ve a sus padres convertidos en cerdos, se torna en un viaje iniciático y de crecimiento, en el que la asunción de responsabilidades se convierte en el camino hacia la libertad. Vemos en Chihiro a una niña exigente y testaruda, incluso desagradecida, y aprendemos con ella. Aprendemos a ser pacientes. Aprendemos el valor del esfuerzo. Aprendemos el valor de la responsabilidad. Aprendemos que para ser exigentes con los demás, primero tenemos que ser exigentes con nosotros mismos. Que la libertad conlleva una serie de responsabilidades que debemos asumir. Que la libertad tiene un precio que debemos pagar. Y que si ese precio no lo pagamos gustosamente, la libertad se puede convertir en nuestra peor cárcel. Y que nosotros solos no podemos. Necesitamos ayuda. Pero también tenemos que aprender a dejarnos ayudar. Quién confía en nosotros querrá lo mejor para nosotros, aunque al principio nos parezca lo contrario. Esa confianza debe ser la base del apoyo mutuo, si no mejor dejarlo. Chihiro no se deja ayudar por Haku, pero éste, poco a poco, se va ganando su confianza, Chihiro se hace valiente y acepta el precio que debe pagar, enfrentándose a sus miedos.

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La densidad conceptual aportada por Miyazaki viene apoyada por un despliegue visual sobrecogedor. Aún se me pone la piel de gallina recordando la primera visión de la película. Fue de esos momentos embriagadores donde los sentidos se veían abrumados y casi me da un Stendhal. También recuerdo la llamada de teléfono que hice, totalmente emocionado por lo que acababa de ver. Recuerdo no poder parar de hablar frenéticamente porque pocas veces se tienen esas sensaciones en un cine. Verte golpeado visual y sonoramente. Pero también mentalmente. “El viaje de Chihiro” me hizo sentir feliz. No todo en el cine debe ser pasarlo mal. La felicidad es posible. Hayao Miyazaki me la proporcionó de una forma que pocas veces he vuelto a sentir.



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Las mejores películas de la década: Artificial Intelligence: A.I. (2001)

El proyecto soñado de Stanley Kubrick pasado por el tamiz de Steven Spielberg en el año 2001. A pesar de que pudiese sonar a sacrilegio fue el propio Kubrick el que pasó el testigo e ideó el mítico A Stanley Kubrick production of a Steven Spielberg film. El neoyorquino, listo él, siempre pensó que era una película más cercana a la sensibilidad del director de E.T. que a su fría y distanciada visión del ser humano. Y esto es precisamente lo que Spielberg aporta al relato del moderno Pinocho que sólo desea ser amado: calidez.

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Muchos acusaron en su momento a Spielberg de pasarse de ñoño y de pecar de infantilismo; y no les faltaba en parte un poco de razón. Spielberg quitó el freno de mano de la sensibilidad e incluso tuvo las agallas de darle el papel de Pepito Grillo a un osito de peluche (cosa que puso de los nervios a muchos). Reconozco los riesgos que todo esto conlleva, pero esta es la típica película en la que o entras desde el primer minuto o estás fuera de ella todo el tiempo y maldiciendo al cursi del Spielberg. Y yo tengo que confesar que entré hasta el fondo y acabé llorando con la odisea del niño David en su búsqueda del amor de su madre.

Siguiendo el esquema clásico de Kubrick de tres actos bien diferenciados y en su primer guión desde “Encuentros en la tercera fase”, Spielberg nos da muestras de lo mejor de si mismo y nos descubre nuevas caras que no conocíamos: sensible y tierno en la primera parte, donde un inmenso Haley Joel Osment se revela como el gran actor que es; cruel y cínico en la segunda parte; experimental y abstracto en una tercera parte final. No era fácil conjugar tantos matices, tantos estilos, tantas atmósferas y, al mismo tiempo, resultar coherente, pero la coctelera funciona a las mil maravillas.

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Con Artificial Intelligence: A.I., Spielberg da un segundo paso (tras Salvar al soldado Ryan) hacia un periodo oscuro de su carrera donde su mirada se recrudecería. “Minority Report”, “Atrápame si puedes“, “La terminal”, “Munich” e, incluso, “La guerra de los mundos” dan buenas muestras de ello: el retrato social desde una perspectiva futura, la mentira como supervivencia, la burocracia moderna mezclando a Capra con Kafka, la visión política de la actualidad desde la mirada al pasado, la descomposición de la familia a través de una invasión alienígena. Eso si, nunca sabremos, afortunada o desgraciadamente, que hubiese opinado el huraño Kubrick de lo que Spielberg hizo. Hay fans de Kubrick que pusieron el grito en el cielo, otros bendijeron la obra. Ninguno es medium.

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Las mejores películas de la década: Donnie Darko (2001)

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¿Pueden convivir John Hughes y David Lynch en una misma película? ¿Y si por allí pasaba David Cronenberg con Roger Corman? Angustia adolescente, pesadilla laberíntica, nueva carne y desparpajo de serie Z: todo se mezcla en Donnie Darko, quizás de forma muy poco autoconsciente, para mostrarnos uno de los más brillantes debuts de la década.

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Richard Kelly aparecía de la nada con una película que a punto estuvo de convertirse en un estreno directo a DVD y nos deslumbraba con un talento pocas veces visto en un chavalín de 25 años. La odisea de un adolescente Jake Gyllenhaal, en su intento por encontrar su lugar en este loco mundo, propiciaba una visión del mundo adulto nada complaciente; los mayores no son un referente a seguir, ni los profesores, ni los padres, ni los médicos, ni los psicólogos. Todo ello en un envoltorio de ciencia ficción y una atmósfera malsana que provocaba un extraño efecto hipnótico. La cara de perrito malherido del pobre Donnie, su desganado vagar por las calles de Maryland y el peso en los hombros de saber que le mundo se acaba en 28 días, 6 horas, 42 minutos y 12 segundos. E intentar averiguar qué es lo que merece la pena de este mundo, qué es lo que merece la pena ser salvado. Y por qué eres tú el único que sabe a ciencia cierta que el 2 de octubre de 1988 será el último día. ¿Merecería la pena algún sacrificio para evitar el desastre? ¿Pero si el desastre ya se ha producido y tu destino ya está escrito?

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Donnie Darko pasó medianamente desapercibida en su momento y ha sido el tiempo el que la ha puesto en su sitio. Es una pena que el talento de Richard Kelly no se haya visto continuado pero siempre quedará el descubrimiento de los hermanos Gyllenhaal, la fresca inocencia de Jena Malone y el mejor papel del difunto Patrick Swayze. Y una ambientación realizada desde el corazón, con un conocimiento de una época tan compleja como fascinante como fue el final de los años ochenta. Todo un periodo en el límite del buen y el mal gusto estético. Como esta película que salva todos sus saltos mortales con la ingenuidad del primerizo, pero con la confianza que da la juventud y el tenerlo todo por demostrar. Probablemente, Kelly no vuelva a estar cerca de la maestría demostrada con Donnie Darko y ahí está, tal vez, el encanto de esta pequeña Obra Maestra: el no ser consciente de estar filmando un clásico imperecedero.


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Las mejores películas de la década: In the mood for love (2000)

Como si nunca se hubiese hecho una película de amor. Como si fuese la primera película que trataba ese extraño tema. Como si nos estuviese hablando de una sensación desconocida y ajena. Así afrontó Wong Kar WaiIn the mood for love” en la que sería la película que le lanzaría al reconocimiento mundial.

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No era la primera vez que el chino enfocaba el tema del Amor. Ya en su anterior “Happy together” había fundado unas bases, sobre todo estilísticas, que en ésta se ven depuradas y ampliamente superadas. Nunca una imagen ralentizada había tenido tanto significado, nunca una repetición había transpirado tanto romanticismo. La lluvia parece filmada como si nunca nadie la hubiese filmado antes. Incluso el pudor hacia la mirada enamorada nos hace sentir incómodos porque estamos viendo algo que nunca nadie había visto. El alma de un hombre enamorado, consumido, dolorido. La frialdad de una mujer ardiente, segura y escurridiza. El abrazo que nunca veremos. Wong Kar Wai consigue una fusión de calidez y frialdad, de humedad en la mirada y sequedad en el gesto. La contradicción como ejercicio de estilo.

Tony Leung escucha a Nat King Cole cantando “Aquellos ojos verdes”. Maggie Cheung se contonea con unos vestidos y peinados imposibles. Apenas se rozan, casi no se miran. Pero sólo existen ellos. No hay nada alrededor. El verdadero amor que aisla, absorbe y consume. Pero no se consuma. O al menos la mirada honesta y recatada de Kar Wai no lo muestra. Porque queremos que ese amor adúltero (como todos los grandes amores del cine) se mantenga puro. No queremos condenarlo.

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“In the mood for love” es la historia de un amor susurrado. Un secreto escondido en lo más profundo de un hombre. Quizás una ilusión, un sueño tal vez. El cine de Amor ya no volvería a ser el mismo. El Amor ya no volvería a ser el mismo. El propio Wong Kar Wai se quejaba de que ni siquiera él había sentido nunca ese Amor que tan bien supo describir. Y es que quizás esa sea la grandeza y el gran engaño del Cine: mostrar sentimientos que no existen en el mundo real, porque el sufrimiento por amor queda muy bien en la pantalla pero que levante la mano al que le gustaría vivir semejante calvario.


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Las mejores películas de la década: Dancer in the dark (2000)

Podría parecer que los cineastas del final del milenio se habían propuesto amargarnos la existencia del inicio de década. Si Aranofsky nos había dejado con mal cuerpo, lo que haría Lars Von Trier con “Dancer in the dark” no tiene nombre. Con ésta culmina su trilogía “Golden hearts”, centrada en la inocencia de personajes femeninos frente a la crueldad de la sociedad y compuesta por “Breaking the waves” e “Idioterne”, aunque sería un tema que no dejaría de tratar posteriormente. Como suele ser habitual en Von Trier los mimbres narrativos de “Dancer in the dark” son de un tópico que asusta; un lacrimógeno melodrama protagonizado por una inmigrante medio ciega a la que le pegan palos por todos lados, situado en la América profunda de los años 60 (país que el director no ha pisado en su vida). Todo esto aderezado por unos números musicales que sirven de vía de escape a la protagonista y con una desubicada Catherine Deneuve que no sabe que cara poner ante tamaño despropósito.

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Pero de este material de derribo emerge una inmensa Björk que vive (no actúa) todo lo que le pasa a Selma. La entrega de la islandesa duele. Duele al espectador y ese dolor traspasa la pantalla y llega a nuestro corazón. La impotencia, la desesperación, la inocencia, el infinito amor de una madre por su hijo, el sacrificio. Von Trier, listo manipulador, vio el potencial de la entregada Björk y lo exprimió hasta sus últimas consecuencias (ésta acabaría diciendo que no volvería a hacer una película en su vida de lo mal que lo pasó). La belleza de la puesta en escena musical se complementa con las grandes canciones compuestas a cuatro manos por Björk y el propio Von Trier. E incluso el básico tratamiento de colores saturados de los números musicales, en contraposición con la ocre realidad, se revela todo un acierto.

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Y te planteas como espectador si es necesario asistir a tamaño sufrimiento, si es lícito, si es moralmente aceptable. Pero ves que tú, espectador curtido en mil batallas dramáticas, estás asistiendo a un carrusel de lágrimas incontrolable. Y sabes que, aunque lo pases muy mal durante 140 minutos, lo que acabas de ver te ha herido profundamente, te ha dejado mella. Y te das cuenta de que el calvario ha merecido la pena, que los 107 pasos finales son el camino a la calma absoluta y que cuando acabe la película fuera te espera un nuevo mundo. O tal vez deberías haber salido del cine antes de la última canción y así la película hubiera durado eternamente.


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Las mejores películas de la década: Requiem for a dream (2000)

Un mazazo para comenzar la década. Un bello amanecer da comienzo a la película y las primeras notas del Requiem compuesto por Clint Mansell nos avisan de la intensidad que está por venir. La lucha entre lo bello y lo monstruoso se erige en el tema de la película, más allá de las adicciones, la familia y el amor. Darren Aranofsky, cual Goya del siglo XXI, nos muestra la oscuridad y crueldad del ser humano en su mayor negrura. El montaje sincopado, la pantalla partida y los encuadres imposibles podrían haber condenado a Requiem por un sueño al limbo de las moderneces temporales, pero el tiempo la pone en su sitio. Vista hoy día las múltiples soluciones visuales y narrativas de Aranofsky se mantienen vigentes, no caducan. Y es que el virtuosismo está al servicio de lo que se nos cuenta: la madre triste y solitaria que sólo quiere un abrazo de su hijo, el hijo que es capaz de cualquier cosa para demostrarle a su novia que no es un simple yonqui, la novia que quiere demostrar a sus ricos padres que es capaz de sobrevivir sin su ayuda, el amigo que no tiene nada que perder, ni nada que ganar.

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La ilusión por un mundo mejor. La vida sin tristeza. La tristeza de la vida. Los motores de la existencia. La historia de un abrazo entre una madre un hijo. El sacrificio por amor. El sueño de un futuro mejor. Todo esto sin escatimarnos ni lo más duro ni lo más tierno. Aranofsky maneja todas estas variables, con la ayuda del novelista Hubert Selby Jr., con una soltura y desparpajo impropios de un jovencito en su segunda película (el novelista contaba con 70 años, el director 30). Le da a Ellen Burstyn el personaje de su vida en esa madre tan irritante como dulce. Jared Leto incorpora su vidriosa mirada superando su status de niño guapo. Y nos entrega a una inmensa Jennifer Connelly que culmina su triple salto mortal a la madurez desde Sergio Leone pasando por David Bowie.

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Por último, Aranofsky encontró en Clint Mansell a su mejor aliado para expresar musicalmente el desasosiego imperante en Requiem por un sueño. Desde el primer momento que oímos las notas del Kronos Quartet nos hierve la sangre en las venas, se nos eriza el vello, sabemos que estamos ante algo épico a la vez que íntimo, lo clásico y lo moderno fundidos en un todo. Una de las bandas sonoras de la década y un tema que ya ha pasado a la historia de la música por derecho propio.