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30 de enero

Viajar en ambulancia no es lo más cómodo del mundo. Y digo viajar. Seis horas de Málaga a Madrid. Un camino que me conozco bien pero que nunca había hecho tumbado. Al principio me hice el valiente y fui sentado, pero a los 40 minutos fue consciente de mi error. La incomodidad se hizo palpable y le tuve que decir al conductor que se parase y que me tumbaba.

Aunque, supuestamente, en La Paz me estaban esperando, cuando llegamos no había nadie. Tuvimos que pasar por urgencias, pusieron cara como de “esto no me suena de nada” y me encamaron en los boxes. Los boxes son la sala de esperas para los enfermos de urgencias de La Paz. Yo ya iba con mi diagnóstico y todo, pero vamos como si no supiesen nada. Para amenizar la espera le conté todo mi proceso a un futuro médico, es lo que tienen los hospitales universitarios, que flipaba con el Síndrome de Guillain-Barré. Una vez me dieron cama en los boxes, una enferemera se empeñó en ponerme una vía. Yo le dije que no iba a ser necesario, que a mi ya me habían metido todo lo que me tenían que meter. Pero ella, erre que erre, dijo que no que ella me tenía que poner la vía y, si eso, después me la quitaba. Ahora sólo quedaba esperar que llegase el neurólogo de guardia para que diese el visto bueno para el ingreso, vamos como si me fuesen a enviar a casa. Por fin, aparecieron y les conté mi vida. El joven aspirante a médico se acercó a ellos y les preguntó con un punto de ilusión si era verdad que era un Guillain-Barré. Ellos asintieron.

La hora que era y aun no me habían dado de cenar. Belén me trajo un bocadillo y justo cuando me lo estaba comiendo me dicen que me suben a la planta 11, la planta de neurología. Allí me esperaba un señor compañero de habitación que en principio parecía amabilísimo. Como era el nuevo y eran las 11 de la noche, pues pasaron varias enfermeras a saludar y un enfermero me hizo un reconocimiento. Que si sube la pierna, que si sube el brazo, que aprieta aquí, que si no tienes reflejos, que si ya te lo he dicho, que si son las once y media y me quiero dormir. Ya, por fin, me trajeron un vasito de leche con galletas y a dormir.

A las 3 de la mañana, el amabilísimo señor se pone a gritar como un condenado y quería bajarse de la cama. Su señora que se pone a llorar histérica, las enfermeras que intentan reducirlo y terminan atándolo a la cama. Obviamente, a él no le hizo ni pizca de gracia el tema de las ataduras y lo hizo saber a base de gritos. Cuando ya veían que el tema no se calmaría por sí mismo tuvieron que meterle un chute de algo para que se durmiese y dejase dormir al resto. La maravillosa ventana que tenía a mi lado hizo que a las 6 de la mañana ya estuviese despierto. Eso se llama entrar por la puerta grande.

Como había llegado un jueves por la noche, pues me tuve que tragar otro fin de semana de hospital. Ya el lunes 19 vino la doctora de rehabilitación a verme y me dijo que empezaba a preparar los documentos para el traslado al hospital de rehabilitación. Me volvieron a repetir el electromiograma y con tanto análisis hasta tuvieron que llamar al endocrino. Me hicieron una ecografía doppler para ver si tenía algo más escacharrado. Hubo suerte. Al menos esto sirvió para que la semana no se hiciese tediosa.

El viernes 23 me llevaron a la planta 3 del hospital de rehabilitación y para variar era viernes y tuve que pasar, otro, fin de semana esperando. El lunes me llevaron a mi primera sesión de rehabilitación, terapia ocupacional. Consistía en hacer ejercicios con las manos: apretar unas plastilinas, hacer fuerza con unas pinzas, jugar con velcros y toallas. Seis pacientes cada uno de su padre y de su madre. Como era de esperar mi paciencia ya empezaba a resentirse, era hora. Llevaba más de tres semanas dando vueltas por hospitales y ya la cosa se estaba alargando. El martes me volvieron a llevar a terapia ocupacional y después al gimnasio, de 9:30 a 11:30, lo que me esperaba los próximo ocho meses a diario. No paraba de preguntar que cuando me podría ir a mi casa, que ya no tenían que hacerme más pruebas. Como no tenía suficiente, el compañero de habitación, un indigente con la cadera rota, me pego algo de le estómago y me descompuso un poco.

El viernes 30 me dijeron que ya podía ir a casa. Me dijeron que si quería que me llevaban en ambulancia. Yo dije que en ambulancia iba a ir su padre, que yo me cogía un taxi y no esperaba un minuto más.

(CONTINUARÁ)

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15 de enero

Tras la punción lumbar la siguiente prueba era el electromiograma. Pero habría que esperar porque el Día de Reyes se metía en medio. Nos dijeron que los Reyes no vendrían a vernos porque sólo iban a la planta de los niños. Pero nos pusieron un mini rosco de reyes para desayunar que era el mayor insulto a la bollería desde el Tigretón y La Pantera Rosa. Menos mal que mi padre, tan atento siempre, me había traído un rosco del Opencor, que como es del Corte Inglés, pues era de una calidad suprema.

El día 6 me trajeron a Martina para que me despidiese y le diese un regalo que me habían dejado los Reyes para ella. Mis padres se la llevaban para Madrid y yo me quedaba en el Carlos Haya. Todo este tema estaba suponiendo un descontrol para ella: Belén todo el día para arriba y para abajo, ir a ver a papá al hospital y verlo en silla de ruedas, los cuatro abuelos dando vueltas por la casa… De todos modos, los Reyes no me dejaron sin nada y me trajeron los DVDs de WALL-E y Reservoir Dogs (que venía en una caja metálica con una camiseta).

Ya, por fin, llegó el día del electromiograma. La prueba tiene dos partes: en la primera parte, te van dando unas agradables descargas eléctricas en las extremidades para medir la conductividad del nervio, así durante 20 minutos; en la segunda parte, tras una pausa, te clavan unas agujas en los músculos para ver que tal están. Y diréis, pues como la acupuntura. Sí, como la acupuntura, pero después la doctora empieza a darle vueltas a la aguja, como rebuscando algo en el musculo y tú te sientes como Jack Bauer en sus mejores momentos. Y te acuerdas de Kiefer Shutherland, los guionistas de 24 y la madre que los parió.

Era el último día de inmunoglobulina y aun quedaba una prueba: la resonancia cervical. La máquina del hospital estaba estropeada así que nos tuvieron que llevar a un centro privado, a mí y a tres más de la planta de neurología. Nos sacaron a las seis de la tarde en una desagradable tarde de lluvia malagueña. Al final con tanto traqueteo, cogí frío y pasé la peor noche de hospitalización de todas. Directamente me dolía todo. Le dije a la enfermera que me diera algo y me dio un paracetamol y un orfidal. Mientras, mi vecino de habitación veía el episodio final de “Sin tetas no hay paraiso”, aquel en el que moría El Duque. A las dos de la mañana el coctel dejó de hacer efecto y le tuve que pedir a la enfermera otro paracetamol. A las seis me volví a despertar y ya no dormí. Era un dolor generalizado, incómodo, que calaba hasta los huesos, sobre todo en los brazos. Todo esto unido a un proceso que se estaba produciendo llamado enervaciones, que hacía que me despertase con un dolor intenso en los brazos. Básicamente era que los nervios estaban reaccionando y se descargaban alegremente.

Sólo quedaba esperar a los resultados y empezar a tramitar el traslado a Madrid. Dos días después, el 9 de enero, el neurólogo confirmó el diagnóstico de Síndrome de Guillain-Barré. Y, de nuevo, fin de semana. A esperar al lunes para que me confirmen el traslado y venga una ambulancia a recogerme desde Madrid. Lo que yo no esperaba es que, por temas burocráticos, tendría que esperar hasta el miércoles 14 para que me confirmasen mi traslado a La Paz.

El jueves 15 de enero apareció un señor conductor de ambulancia preguntando por mí. Me subió en una camilla y me trajo a Madrid. Donde llegaríamos ya de noche.


(CONTINUARÁ)